Basado en hechos reales.
Hace unos meses se aprobó una ley en el senado que determinó el destino de muchas personas. En realidad se trató de una vieja ley que se volvió a instaurar en la legislación sin que la mayor parte de nosotros nos diéramos cuenta. Esto es así porque no salió en las televisiones ni en los periódicos, pasa con muchas cosas de las que hacen allá arriba, si no quieren que se sepa, tienen maneras de hacerlo. En cualquier caso, estoy hablando de la ley que permite a los ciudadanos españoles batirse en duelo hasta morir, y esto es así desde el pasado 3 de julio de 2011.
Vayamos a mi caso. Hace dos semanas, el viernes, escribí
un artículo en este blog. Ese mismo día, cuando salí a la calle, noté que algunas personas me miraban con recelo. Había quien fruncía el ceño cuando me veía a lo lejos, en la acera, y luego se hacía el sueco cuando me acercaba en su dirección. Había quien me miraba por encima del hombro y cuchicheos cuando pasaba cerca de ciertos grupos no faltaron. Había quien me señalaba con el dedo e incluso hubo ciertas personas que escupieron a mis pies con el mas absoluto desprecio cuando me veían llegar. Yo, la verdad, no sabía porque el mundo me odiaba. Quizás se habían dado cuenta de que mis zapatos tenían agujeros para transpirar, o quizás la manera que había tenido ese día de peinarme les recordaba a algún enemigo histórico de la humanidad. Un misterio. Seguí paseando durante un rato, cada vez mas consternado, hasta que me crucé con un personaje muy famoso de mi ciudad. Su nombre no viene al caso. Basta con decir que se trata del dueño de un respetado hotel. Ese día, como siempre, lucía un bigote exuberante (un bigote de tales magnitudes que hay quien lo apoda "señor morsa"), vestía además con una chistera ostentosa, esmoquin, pajarita, una camisa blanca de la mas delicada seda y unos zapatos relucientes. Sin agujeros para la transpiración. Todo esto lo supe yo porque tengo buen ojo para los textiles debido a un don innato. El tipo se me acercó despacito en compañía de su mujer, la cual vestía de tal guisa, se paró frente a mí, y repitió un gesto que como he dicho antes, ya habían cometido dos o tres conciudadanos aquella mañana. Escupió a mis pies. Después me miró a los ojos y con mucha compostura y buen hacer, me habló.
-¿Usted se cree Dios? ¿Se cree omnipotente?
-No... -respondí sorprendido y algo patidifuso.
-¿Entonces por qué ha hecho eso? ¿Por qué ha escrito eso?
-¿A qué se refiere señor? -pregunté sin salir de mi asombro.
-A eso, a esa desgracia, a esa hez, esa escoria en forma de artículo que acaba de escribir usted. Mire, mire, mire a mi mujer. Mírela, haga el favor. Por suerte yo soy caballero de entereza, pero ella.. Mire como se ha quedado después de leer su escrito -el tipo ladeó la cabeza en dirección a su mujer. En honor a la verdad, la mujer, también arreglada con las ropas mas caras de la ciudad, lucía un aspecto horrible. Tenía ojeras, seguramente debidas al llanto. Miraba al suelo y su tez estaba ligeramente grisácea. Yo no supe que responder. ¿Qué se responde a eso? Desconocía que algo escrito pudiera hacer tanto daño.
-Es usted repugnante -me espetó el caballero-, repugnante... Semejante comparación... ¿Cómo se puede tener tan poca sensibilidad para escribir eso? Comparar el estado emocional de uno con un formato digital de imagen... Es repugnante.
-Yo... Lo siento, no era mi intención lastimarles de tal modo -intenté justificarme.
-Ya -dijo él-. Por suerte ya he pensado una solución. Tenga -me tendió un papel- firme aquí.
El papel decía así:
"CONTRATO DE DUELO A MUERTE - El señor Fulanito De Tal, profundamente dolido tras la lectura del artículo que el señor Ender ha escrito, desea dar muerte a dicho ciudadano en un duelo que, en el caso de que el señor Ender acepte, se celebrará en Caballo Blanco, el día 12 de noviembre, a las doce del mediodía. De esta forma podrá considerarse restaurado el honor del señor Fulanito De Tal, así como el de su esposa y el de todas las personas que hayan tenido la desgracia de leer semejante despropósito. Para que la muerte del señor Ender sea mas satisfactoria todavía, se le permitirá elegir los utensilios de muerte que se usarán durante el combate. Si el señor Ender no firma este acuerdo, es una gallina sin honor."
El caballero del bigote me tendió un bolígrafo y firmé.
-Aquí tiene -le dije devolviéndole el papel y el bolígrafo.
Mi suerte estaba echada. Aquella noche no dormí mucho. Di vueltas en la cama sin saber muy bien que hacer, parecía que mis días tocaban a su fin. ¿Sería verdad que estaba a punto de morir? ¿Tan solo por haber sido poco cuidadoso a la hora de escribir algo en internet? El sol despuntó sin que apenas hubiera pegado ojo. Unos chorros fríos de sudor me recorrieron la frente aquella mañana. Me levanté y tenía mariposas en el estomago. No eran mariposas de esas que se sienten cuando estás enamorado. No, de esas no. Eran de las que se sienten cuando vas a morir, de esas. Me puse mis mejores ropas, lo cual no es decir mucho, y salí a la calle. Los pies y los brazos me temblaban. Me costó mucho encenderme un cigarrillo y debí tener un color bastante pálido aquella mañana.
Cuando llegué a mi cita mortal, en Caballo Blanco, el gran mirador que hay junto a la catedral, el tipo del bigote me estrechó la mano.
-¿Listo para morir? -me preguntó.
Yo asentí sin decir nada. El caballero vestía de una forma similar a la del día anterior, aunque esta vez no llevaba chistera y estaba en mangas de camisa. En la calle también estaban: la mujer de mi contrincante y un mayordomo que preparaba una especie de banquete. Se trataba, en realidad, de una mesa alargada sobre la que había una gran cantidad de armas, situadas por parejas. Dos pistolas, dos estacas, dos navajas, dos escopetas, etc. El mayordomo me invitó a seguirlo y me llevó hasta la mesa.
-Mi señor quiere que elija usted las armas que van a usar para darse muerte el uno al otro. Yo le recomiendo estos revólveres Schofield, cuarenta y cinco milímetros de pólvora, oiga. Y muy bien calibrados, puede elegir el que quiera de los dos.
El mayordomo me tendió un revolver. Yo lo sopesé entre mis fríos dedos. Pesaba mas de lo que aparentaba. Apunté al horizonte con el, como si fuera a disparar. En realidad no sabía si estaba bien calibrado o no, y no servía de nada que apuntara con él hacia el horizonte, pues no tenía ni idea de pistolas. El mayordomo recogió el arma y la volvió a poner sobre la mesa. Con un gesto, me señalo un par de ballestas rudimentarias.
-El mes pasado un indiano eligió las ballestas. Son una réplica bastante fidedigna de las que se usaron en Francia durante la guerra de los cien años. Hay que saber cargarlas debidamente, no es nada fácil. Al tipo le dieron buen resultado... Mas o menos.
Miré alrededor. Me sentía bastante abrumado y tenía ganas de vomitar. A mis espaldas, mi contrincante me esperaba junto con su mujer. Él estaba perfectamente tranquilo y sonreía, ella estaba bastante pálida, seguramente aún estaba compungida por mi artículo de pseudo-psicología chapucera. Un poco mas allá, cerca del mesón (para quien conozca el sitio) empezaron a amontonarse diversos peatones y curiosos en general. Me señalaban y cuchicheaban asombrados. Parece que alguien va a darle muerte, se lo merece por escribir esa mierda, debían estar comentando. El mayordomo, que estaba a mi lado, me miró impaciente y me dijo:
-¿Y bien señor? ¿Qué arma va a elegir?
Yo apenas lo había pensado, si os soy sincero. Casi con total seguridad puedo decir que tomé la decisión en ese momento.
-Espadas medievales -respondí entre tartamudeos.
En verdad, de todas las opciones, era con la que mas nociones tenía. Había visto los espectáculos de la Orden de la Jarra, un grupo de recreacionistas medievales. Una vez al año, durante la feria medieval, dan un espectáculo en el que simulan combates. Después, si te acercas los suficiente, te dan unas nociones básicas sobre el manejo de la espada. Hasta la fecha, había estado en todos los espectáculos y tenía unas nociones básicas. Muy básicas. Sabía como era la guardia principal y como parar los dos golpes mas probables.
Al cabo de unos minutos ya estábamos listos. Nos situamos uno a cinco metros del otro. El mayordomo no había equipado con una espada de longitud media, a medio camino entre un mandoble y una espada normal. Podía cogerla con las dos manos, ya que la longitud del pomo lo permitía. Además, nos habíamos puesto unas corazas de metal, que pesaban bastante, con aperturas para mover los brazos. Me sentía bastante oprimido bajo el metal frío. El mayordomo carraspeó y todos le miramos. Yo, mi contrincante, su mujer y los espectadores.
-Pueden empezar a darse muerte -dijo alzando la voz.
Al principio del combate, dimos unos titubeos. Uno en torno al otro. Nos examinamos con la mirada. Yo seguía hecho puré y en honor a la verdad, no me sentía capaz de levantar mi espada. El hombre debió notarlo. El lucía bastante mejor que yo con aquella equipación medieval. Sus ojos me miraban, penetrantes, y en su cara se mostraba la mas absoluta seriedad. Se acercó a mi con un paso rápido y me golpeó fuertemente desde arriba. Yo paré el golpe como pude, trastabillando hacia atrás y retrocediendo un metro, quizás mas. El golpe había sido muy fuerte y mi brazo no había absorbido muy bien el impacto. En mi cara se dibujaba una mueca de dolor. Él repitió el proceso, me golpeó dos o tres veces mas cada vez con mas intensidad. Paré sus golpes como pude, pero cada vez me sentía mas débil. Finalmente, al cuarto, tal vez el quinto golpe, mi espada salió volando por los aires, hacia la zona donde estaba la gente. Un tipo la cogió entusiasmado, se le oyó gritar "¡Coño, una espada gratis!" y salió corriendo. Yo me tiré al suelo para evitar el siguiente golpe y movido por un acto reflejó, patee la rodilla de mi compañero con el pie. Zas. Él calló de rodillas al suelo con un gesto de sorpresa, entonces, desde mi posición, golpee con fuerza en sus manos, también con el pie, y el tipo soltó la espada. Raudo y veloz la cogí, me puse en pie, y le asesté un fuerte golpe en la cabeza. El filo se manchó de sangre, pero solo le ocasioné heridas superficiales, creo. La hoja estaba bastante roma, y no me había fijado antes.
-Mayordomo -grité- esta hoja esta roma. No puedo matar a un hombre con una espada sin afilar.
-Son las armas que usted ha elegido -respondió el mayordomo impasible- acabe el trabajo tal y como lo dicta la ley.
Matar a aquel hombre me costó bastante, en honor a la verdad. Tuve que golpearle repetidas veces. Al cabo de quince minutos, sentí que llevaba un rato golpeando carne muerta. El mayordomo se acercó, puso los dedos en el cuello de su jefe, o lo que quedaba de él, y habló con el tono impasible de siempre:
-Esté muerto.
La multitud soltó un suspiro de asombro. Después me agarró la mano derecha, la alzó y gritó a la plebe:
-El señor Ender ha vencido -se oyeron aplausos y vítores.
La mujer del muerto lloraba de rodillas en el suelo. Yo me zafé del mayordomo y tiré la espada ensangrentada al suelo. Después caminé en dirección a mi casa. La gente se apartó, dejando un pasillo ancho para que yo pasara. Seguramente no querían mancharse con la sangre que me cubría todo el cuerpo y porque no decirlo, me temían.
Días después de lo relatado arriba, se decidió abolir esta absurda ley arcaica y el país volvió a la normalidad.
Los personajes que aparecen en esta historia son ficticios. Cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia.